Saturday, April 16, 2005

Hay días

Por: Carmen Frontera Quiroga


Hay días en que parece que sale el sol aunque esté nublado. Desde por la mañana, todo sale bien. Cuando te vistes da la sensación de que estrenas vestido. Los niños sonríen cuando les despiertas. No se cae ninguna taza de Cola-Cao en el desayuno, no pican los jerséis ni los calcetines del uniforme y los zapatos no aprietan. Sales a la calle y el tráfico es fluido. No tengo ningún problema en el trabajo. En la ventanilla del Banco no hay gente, por la tarde los niños no se pelean en el parque y al final del día te sientes tan feliz que les invitas a cenar una hamburguesa.

Hay días en que el sol parece nublado aunque luzca. Mi hija Irene se levanta vomitando. Le limpio el uniforme del colegio como puedo. Le doy una manzanilla. Vuelve a vomitar. Su hermano se solidariza con ella y vomita también. Le pego dos azotes en el culo. Estoy histérica. Soy una mala madre. El coche no arranca, llegamos tarde al colegio, hay un atasco impresionante. Mi jefe me mira malhumorado, le pido disculpas por haber llegado tan tarde. Durante todo el día no se qué hago con los papeles. Recojo a los niños del colegio. A Irene le sigue doliendo la cabeza. La doctora del colegio ha dicho que no es nada importante, un poco de gripe. Les hago una tortilla a la francesa para cenar y estoy deseando meterles en la cama.

Hay días que amanecen oscuros y no recuerdas que un día existió el sol. Irene se levanta, se marea, dice que le duele mucho la cabeza y no quiere ir al colegio. Su hermano dice que el también está muy malito. Irene se desmaya. Llamo al médico de urgencia y cuando llega me dice que hay que ir a un hospital. Dejo a su hermano con una vecina y me voy con Irene en la ambulancia. Espero y espero desesperada en la sala de espera del hospital. Llamo a mi trabajo. Se me había olvidado llamar. Y sigo esperando y esperando desesperada en la sala de espera del hospital.

Hay días en que el sol es negro y aún así se vislumbra una estrella. Irene está muy grave. Tan sólo la podría salvar un transplante de médula. Me quiero morir pero no puedo. Tengo que salvar a Irene. Tengo otro hijo, casi lo había olvidado. Comienzo a hacer llamadas telefónicas como una posesa, estoy tan alterada como el banquero que pierde sus acciones cuando cae la Bolsa. Llamo a mi vecina, le digo que traiga a Carlitos al hospital, que venga ella, que traiga a su familia, que necesito una médula para Irene. Llamo a mis padres, a mis hermanos, a mis tíos, a toda mi familia, les digo a todos que vengan corriendo que necesito una médula para Irene. Me preguntan si estoy loca, les contesto que sí. Llamo a mi trabajo y digo que necesito una médula para Irene, que corran la voz por todo el edificio, que envíen E-Mails a todos sus amigos, que extiendan esta petición por Internet. Llamo a mi ex marido, me dice que el cuidado de los niños está bajo mi custodia.

Hay días que las estrellas dibujan un sol. Nadie de la familia puede donar su médula a Irene, sin embargo tres personas de las muchas que afortunadamente se han ofrecido como donantes pueden salvar la vida de Irene. No sé como darles las gracias. De entre esas tres personas los médicos eligen a una mujer. Nos abrazamos las dos. “Yo también tengo una niña de once años”, me dice ella. Los médicos se la llevan. Todo está dispuesto. En dos horas ambas estarán en el quirófano. A partir de ese momento el tiempo parece que no transcurre. Cuando las lentas agujas del reloj van a marcar las doce de la noche, los médicos me comunican que la operación ha sido un éxito. Irene y la donante están recuperando sus constantes vitales con un ritmo excelente.

Hay días que son agujeros negros en el Universo. Irene ha rechazado el transplante. Ha muerto.

Ya no hay días.


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