Tuesday, April 12, 2005

Recuerdo escolar

Por: Bernardo Atxaga


Teníamos un aspecto beatífico en las fotografías de fin de curso, pero, como muy bien sabía nuestro maestro, natural de Zamora y militar de vocación, la realidad era otra. Era que, por expreso mandato de nuestros hermanos mayores, nos negábamos a saludar brazo en alto a la bandera roja y gualda que presidía la escuela; era que tomábamos a broma las clases; era que nos pasábamos media mañana organizando los combates de boxeo que, después del Cassius Clay-Sonny Liston de aquel año, 1964, solían celebrarse durante el recreo.
"Se trata de unos niños selváticos", informó el maestro al inspector que vino a poner orden en la escuela. "Debo intervenir una y otra vez en sus juegos, porque de lo contrario acabarían matándose".
"Pues, ¿qué hacen?", preguntó el inspector recorriendo con la mirada las diez o doce filas de pupitres donde, entre otros, se sentaban el feroz Areta, el lacónico Opin y,sobre todo, el indomable Andrés, alias Chessman.
"Se odian", afirmó el maestro. "En cuanto salen al recreo se ponen a pelear de una forma que asusta. Nunca he visto niños como éstos".
El maestro, así lo veo ahora, debía de ser un joven inexperto y pusilánime, y no el "soldado español" que decía ser cuando alguien le preguntaba por sus botas altas de cuero y su cinturón de hebilla gruesa. De lo contrario, no habría callado nuestras faltas más graves, aquellas que tenían que ver con nuestro desapego patriótico.
"¿Quién es el peor de todos?", preguntó el inspector moviéndose con nerviosismo sobre la tarima. Vimos que se quitaba el anillo de casado y lo dejaba sobre la mesa.
Todos pensamos que el maestro llamaría al feroz Areta, o al lacónico Opin, o al indomable Andrés, alias Chessman.
"Ese moreno de la ventana", dijo entonces el maestro señalando a Azpetixe.
"¡Ven aquí, desgraciado!", gritó el inspector con un cambio de tono que a mí, sentado en la primera fila, la de los pequeños, me sobresaltó.
"¿Sabéis por qué me he quitado el anillo?", nos preguntó luego. "Pues para que mis golpes no dejen marcas en la cara de este desgraciado".
No había acabado la frase y el primer tortazo, de revés, sorpresivo, ya había estallado en la mejilla de Azpetixe. El castigo ejemplar había comenzado.
Azpetixe era un alumno de los marginados, un niño solitario. No había nacido en Obaba, sino en Azpeitia, y de ahí su apodo, Azpetixe. Llegó a la escuela meses después de comenzar el curso, cuando era ya muy tarde para hacer amigos o para integrarse en en una de las pandillas del pueblo. Además, era raro, y entre sus particularidades la que más nos llamaba la atención y la que más nos dolía era su resistencia en la lucha, su absoluta incapacidad de llorar. En los combates de boxeo de los recreos -que solían ser a primera lágrima y finalizaban cuando uno de los contendientes se daba por derrotado y empezaba a llorar- todos, salvo quizá el indomable Chessman, le evitaban. Ya se sabía que Azpetixe sólo entendía de nulos o de victorias.
Tampoco aquel día perdió. El inspector le golpeó hasta cansarse, hasta el límite de lo que sus probables principios católicos le permitían, pero no consiguió doblegarle. Sangraba por la nariz, pero en su rostro no había lágrimas. Sólo una mueca, el amago de una sonrisa.
"Creo que ya es suficiente, señor inspector", dijo el maestro muy pálido. El silencio de la escuela era en ese momento total, y todas las miradas convergían en Azpetixe. Era bueno, era incluso mejor que el indomable Chessman.
"¡Ahora siéntese!", le gritó el inspector. Pero ya era otra voz. Estaba derrotado. Volvió a colocarse el anillo en el dedo y buscó la salida con los ojos bajos y con las prisas de un ladrón. En el otro extremo, Azpetixe recomponía su gesto y sonreía abiertamente mientras recibía las palmadas de su compañero de pupitre.
"Ya saben lo que les espera si siguen comportándose como hasta ahora", nos avisó el inspector desde la puerta. "Así que ya lo saben", repitió antes de cerrarla. Balbuceaba, parecía estar al borde del desmayo.
Ninguno de nosotros giró la cabeza. Que se fuera aquel cerdo, que no volviera, que nos dejara en paz. Como dijo -a media voz, pero de manera audible- el indomable Chessman: "Adiós sinvergüenza".


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