Tuesday, April 19, 2005

Todos los abogados van al Cielo

Por: Ricard Ibáñez


Don Guido era abogado. Es una frase sencilla ¿verdad? Un sujeto (Don Guido) un verbo (era) y un complemento directo (abogado). Es curioso, y no deja de apasionar a los filólogos, como frases como ésta, tan aparentemente sencillas, esconden tantos y tan dispares significados.

Para su mujer, don Guido era el hombre con el que se casó por dinero y conveniencia, el hombre que la maltrató psicológicamente haciéndola sentir una inútil, el hombre que la forzó, una buena tarde, a abrirse las venas con una navaja de afeitar. Ni para eso sirves, fue lo que le susurró al oído su marido, cuando despertó en el hospital. Luego le arreglaron las cosas para que, ante lo que sin duda era un caso grave de depresión nerviosa con intentos de autoagresión, se le sometiera a una sesión de electroshock. Tras un mes de terapia (a razón de cuatro por semana) la mujer de don Guido ya no pensaba en suicidarse, ni en lo infeliz que era. A decir verdad, es dudoso que pensara en algo. Evidentemente, hubo que ingresarla, en una de las mejores clínicas, y aunque el mucho quehacer de su marido y sus jóvenes amantes le impedían visitarla, cada semana le enviaba flores. De hecho, se las enviaba la floristería con la que don Guido había llegado a ese acuerdo.

Para los hombres que estafó, que fueron a la cárcel, o simplemente que recibieron sentencias injustas gracias a sus artimañas y trapicheos, lo que don Guido era sería censurado por cualquier editor. Lo cual nunca lo he entendido, pues alguno de los epítetos que le dedicaban eran muy… gráficos. Si, muy expresivos.

Para sus clientes, para los hombres ricos que hizo más ricos aún, retorciendo la ley a su favor, falseando pruebas, ridiculizando a testigos, amenazándoles o simplemente rechazando su testimonio por tecnicismos legales, don Guido era una herramienta útil. Un arma bien engrasada, un perro bien adiestrado. Alguien en quien se podía confiar mientras se le pudieran pagar sus altísimos honorarios.

Para sus amigos, don Guido no era nada, por la sencilla razón de que nunca tuvo amigos. Aduladores, amantes, empleados más o menos serviciales, todo eso sí. Pero amigos… Amigos ninguno.

Y para la Iglesia… para la Iglesia don Guido era un alma pura, por la sencilla razón que, cuando le vio venir los huesos a la muerte, se apresuró a pagar al obispado la bula de absolución general, de todos y cada uno de sus pecados.

Así que don Guido, que hemos dicho que “era” abogado porque está muerto, subió al Cielo. Y como tenía la absolución papal completa se le debieron ciertos privilegios, pues así lo manda el protocolo: entró por la puerta grande, sin hacer cola de las almas humildes que han de pasar por la normal, estrecha como el ojo de una aguja. Pisó la alfombra (azul, por supuesto) que desplegaron exclusivamente para él. Y lo recibió Dios en persona, que era como él había imaginado, pues así tenía que ser: un anciano de aspecto robusto, colérico y venerable, que en este momento se levantaba del trono para estrecharle la mano y darle la bienvenida.

Don Guido le tomó la mano, se la retorció, lo hizo tambalearse, lo atrajo hacia sí y le arreó un soberano rodillazo en las partes pudendas. Y todo ello sin dejar de sonreír, mientras pensaba que las clases de defensa personal que había tomado en vida habían valido la pena, después de todo.

Tronó el Cielo, palidecieron los arcángeles ante tal blasfemia, se hundió el suelo bajo don Guido, que cayó a velocidad meteórica hacia la tierra, envuelto en llamas, chocando contra la corteza terrestre y hundiéndose más aún, a una temperatura tal que su cuerpo, de haberlo tenido, se habría disuelto, a una temperatura tal que su alma, que eso es lo que era ahora, se ennegreció como el carbón, ella que había quedado impoluta después de la bula con tan buenos dineros comprada…

Y finalmente dejó de caer. Retembló el Infierno cuando chocó contra el fondo del foso de los rebeldes, y hubo gran revuelo entre demonios y condenados, pues desde los tiempos de la sangrienta revolución no había caído nadie por allí, con el pecado de haber cometido rebeldía directa contra el Supremo Hacedor.

Don Guido se alzó, y no le extrañó ver que a su alma oscura le habían salido cuernos y rabo. Caminó erguido entre seres de pesadilla, que se apartaban a su paso con reverencia. Alguien desplegó ante él una alfombrilla (roja, por supuesto) que pisó con sus nuevas pezuñas.

Hasta que alguien le cerró el paso.

Era un ser gigantesco, de cuernos descomunales, alma más negra que la suya. No sonreía. Y no le tendió la mano.

Don Guido era abogado, y uno bueno, y eso quiere decir no tener escrúpulos, pero también quiere decir no ser idiota. Así que hincó una rodilla en la tierra, agachó la cabeza y presentó sumisión.

Lucifer sonrió, y dijo:

-Levántate, Guido. Hace tiempo que te esperaba, pero ni yo imaginé que entrarías así. Creo que te gustará este sitio. Está hecho para gentes como tú.

Y Guido sonrió de satisfacción, pues era cierto. Por fin tendría, si no amigos, sí quien le comprendería. Espíritus afines. Mentes como la suya.

Pues Guido había llegado a su Cielo.


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