Un tigre tatuado
Por: Roberto Cazorla
Entran. Se dirigen a la barra. El vino se les apodera. Quieren hablar, pero los teléfonos móviles no se lo permiten. Ocho, diez, catorce conversaciones al unísono convierten la taberna en un manicomio. Todos fuman. Tosen. El ambiente se convierte en una sucursal del infierno. Cada rostro parece una careta olvidada. Los camareros son indios hispanoamericanos que tienen el color de la tierra que prefiere abortar. La ética no existe, la sustituyó una banda de Navajas que padecen el síndrome de la sangre. En el grupo hay una que no espera el aviso para atacar... Se abre como una puta profesional y, sin pensarlo, aterriza en el cuello de una estudiante que no ha cruzado la frontera de los 18 años y que tiene un tigre tatuado en la mejilla izquierda. A la muchacha se le desorbitan los ojos que caen sobre la mesa como dos diminutas bolas de ping pong y una de las amigas se los come creyendo que son dos aceitunas. Los saborea. Ahora ve doble. En la tostada que se estaba comiendo la víctima de la Navaja, cae un chorro de sangre que no altera a ninguno de sus acompañantes y menos al resto del público. Las Navajas se afilan unas contra otra, y ni el sonido que producen logra que los presentes descubran que la muerte está a campando a su alrededor. Yo tampoco me altero. Escribo y bebo agua. Levanto la mirada y veo que en cada yugular hay una Navaja ahogándose en un río de sangre. Parecen flechas indicando una dirección. Decido irme, pero entro no en otra taberna, sino en una cafetería. Quiero seguir escribiendo y tomando agua bien helada. Cuando me voy a sentar me encuentro una Navaja que, mirándome desafiante, me dice: Lo siento, esta silla es mía, y estoy esperando a mis camaradas.
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