Tuesday, April 26, 2005

Mensaje número uno

Por: Aster Navas


Hay aparatos fascinantes. Tal vez el más fascinante de todos sea el contestador automático.

Ayer llamé por error a mi propia casa. Cinco tonos después me escuché a mí mismo lamentándome por no poder atenderme y sugiriéndome –ya saben- que me dejara un mensaje al oír la señal.
No parecía mi voz. Me avergonzó su tono, su fingida cordialidad, el sinsentido del enunciado y no pude menos que llamarme “capullo” después del pitido.
Desde ese día –soy muy sensible- mi contestador lo atiende una señorita de Telefónica.
Cada vez telefoneo más a menudo a mi domicilio: me excita tanto imaginar su voz quebrando el silencio del piso vacío que me atrevo a hacerle las proposiciones más indecentes.

Ella –es tan seria- se queda muda.


Sunday, April 24, 2005

El aviador

Por: Gustavo D. Ripoll


Salió, voló, murió y le dieron una medalla. Su hijo le siguió en la misma suerte, y algún tiempo después, también su nieto. El bisnieto se compró un paracaídas: no le dieron nada.


Moebius

Por: Gustavo D. Ripoll


Eterno viajante del destino, el paisaje lo mira a través de las ventanas de sus ojos. Nunca sube, nunca llega, nunca baja. El tren sigue su marcha cansada sobre los rieles de Moebius.


Caminante

Por: Gustavo D. Ripoll


Se fue una mañana. Le dijeron que detrás de las montañas había un nuevo horizonte.
Al tiempo tuvimos noticias de él, a través de un peregrino del otro lado que escuchó lo mismo.


Friday, April 22, 2005

El salón de bailes sin baños o el rapto de los orinantes

Por: Alejandro Dolina


Un pintoresco croquis del Atlas señala en la calle Yatay un enorme salon de baile. A pesar de su lujosa apariencia, el local no tenia baños. Sucedía entonces que los bailarines se veían obligados a abandonar la milonga para pedir permiso en casas vecinas o costearse hasta algún café más hospitalario. Sin embargo los más audaces solían aventurarse en un yuyal cercano que ofrecía una sombría privacidad. Los Cronistas Soñadores sostienen que nadie regresaba jamás de aquel sitio. Citan el testimonio de más de cuarenta damas abandonadas que en vano esperaron a sus compañeros, a veces en el interior del salón, a veces en la misma vereda del potrero. Los espíritus fantásticos pretenden que los brujos raptaban a los bailarines y los llevaban a sus gabinetes como esclavos o como carnada para atraer a los demonios. Por esa razón, o quizás por la escasa belleza de las damas asistentes, los jóvenes dejaron de concurrir al salon. Los propietarios hicieron construir baños pero ya era demasiado tarde.




Wednesday, April 20, 2005

El pastor que dice la verdad

Por: Marcos Winocur


Todos conocen la historia del pastor mentiroso. Les diré más: el propio Lobo llegó a enterarse. Y razonó así: un segundo pastor mentiroso no voy a encontrar, mejor ideo otra cosa. Ya lo tengo, gritó, dando un salto de alegría. Y diciendo y haciendo, el Lobo se apareció por sorpresa al pastor que estaba al cuidado de las ovejas, quien corrió a dar el alerta. Y todos los campesinos salieron a cazar al Lobo. Pero ni rastro de éste. Tan pronto asustara al pastor, había dado media vuelta saliendo disparado por donde vino.

Las escenas se repiten, el Lobo se aparece una segunda vez al pastor, quien corre a dar el alerta pero, cuando llegan los campesinos, ni rastro del Lobo, quien ha escapado a toda velocidad.

En la tercera y última secuencia, el Lobo ha atado una servilleta al cuello y come tranquilamente un guiso de oveja.

¿Qué había pasado?

Ahora les explico. Un pastor es mentiroso, otro dice la verdad. Pero ¿qué ocurre? Mentir o decir la verdad no hace la diferencia. El efecto puede llegar a ser el mismo: que al cabo no te crean y el Lobo quede dueño de la situación. La diferencia está en otro lado y es la siguiente: se entere o no el Lobo de que el alerta dado por el pastor mentiroso era el tercero, al cual los campesinos no hicieron caso pues estaba precedido de otros dos falsos. Y conociendo la mentalidad medioambiente, concluya: repetirán el comportamiento, y el pastor que diga la verdad será tomado por mentiroso.

Y bien, el Lobo va a actuar en consecuencia: sus dos primeras apariciones serán simuladas y así los campesinos las tomarán por falsas. Y en la tercera, otra vez encontrará desprotegido al rebaño. Y a esta altura, el pastor mentiroso y el pastor que dice la verdad hacen uno.

Y colorín colorado, este Lobo no se ha acabado.

Claro que no, vean el epílogo. El Lobo, cansado de la vida azarosa, resolvió abrir un consultorio de atención psicoanalítica en Buenos Aires. Come guiso de oveja las veces que quiere en el restorán de la vuelta.


El Cubano que inventó el mundo

Por: Andrés Rivero


Tomó un poco de tierra de San Juan y Martínez, allá en donde según Don Pedro se daba el mejor tabaco que pulmones humanos pudieran filtrar, un cubo de agua azul del Almendares, arena blanca, fina y pura de Varadero, la más fermosa, residuos de estalactitas y estalagmitas de las Cuevas de Bellamar, roca porosa del Escambray, piedra seca de la Sierra Maestra, agua mineral de Madruga, gas natural de Motembo, hierro duro de Mayarí, un garrafón de guarapo del Central Andorra, semillas del café de San Luis, los tarros de un toro tuerto de Sibanicú y forzó un amasijo blando, fofo y pegajoso, que moldeó y moldeó hasta darle forma de bola porque miró al cielo y se dio cuenta que la luna y el sol eran redondos y ello algo indicaba. Así empezó el mundo, que inventó Chucho Vázquez, un cubano. Como otros inventos que hemos hecho: la música de a veldá, la sagüecera, el tú, el carro que camina con Coca Cola, la palangana que flota, las medallas de oro y Fidel Castro.

Ya hecho el mundo, al cubano le quedó algún tiempo libre y se le ocurrió hacer algo más. Pa’ jodé. Así el primer día creó el choteo; el segundo, el figurao; el tercero, la tonga de gusto; el cuarto, el meneíto; el quinto, los niños malcriados y el sexto, las fiestas de quince. El séptimo día, cansado de tanto esfuerzo superciliar, Chucho se sentó a la sombra de un aguacatal, en short, camiseta y chancletas de goma y en la mano una Budweiser. ¡...ñó, qué cerveza! ---exclamó salvajemente el inventor y erutó.


La hormiga

Por: Marco Denevi


Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el número de hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del gran hormiguero, incurren en el error de lógica de identificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita: "Arriba... luz... jardín... hojas... verde... flores..." Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.


(Escrito por Pavel Vodnik un día antes de suicidarse. El texto de la fábula apareció en el número 12 de la revista Szpilki y le valió a su director, Jerzy Kott, una multa de cien znacks).

Los Talmudistas

Por: Sergio Golwarz


Por el año de 1421 llegó a Toledo un pequeño filósofo, cuya principal diversión consistía en decir cosas tan inofensivas como, por ejemplo, que Dios, para tener un hijo, se había visto obligado a recurrir a la ayuda del Espíritu Santo. También era muy dado a ciertos joviales razonamientos que tenían un vago sabor talmúdico. Una de sus especulaciones favoritas era ésta: “No es posible que Dios sea feliz existiendo el pecado. Si Dios no es feliz, no es perfecto. si Dios no es perfecto, no es Dios; si Dios no es Dios, Dios no existe”.

Tanto insistió en mostrarse ingenioso, que el 20 de diciembre de 1491, como premio a su agudeza, fue condenado a la hoguera, por otros que tenían tanto ingenio como él, pero no lo prodigaban.

Antes de enviarlo a que sus huesos se calcinaran, para no darle tormento como aperitivo, lo instaron a desdecirse de su comprometedora conclusión. No tuvo ningún inconveniente; al contrario. Se prestó a ello de buen grado, y aseguró que creía a pie juntillas en el Hacedor. Pero no estuvo de acuerdo con la sentencia que se le había impuesto. “Si Dios es omnisciente —alegó—, conoce el porvenir; si conoce el porvenir, todo está previsto; si todo está previsto, el pecado no depende del hombre; si el pecado no depende del hombre, no hay pecadores; si no hay pecadores, todos somos justos; si todos somos justos, no merezco la hoguera”.

“Dices bien —le contestó un miembro del Santo Oficio, que modesta y previsoramente encapuchaba su ciencia—, pero la última parte de tu razonamiento no es la correcta. Debe ser así: si todos somos justos, todos iremos al cielo; y si todos iremos al cielo, ¿para qué preocuparse?”

Escribe Esteban, el apócrifo, en su Syntesis theologicae fundamentalis (1492), que el razonador ardió como una rama seca. Añade el apócrifo que, poco después, el modesto encapuchado también ardió sin contratiempos: razonaba con demasiada perfección y mucho estilo talmúdico.


Problemas del Infierno

Por: José Emilio Pacheco


Una vez cada cien mil años los demonios autorizan ochenta suicidios en el infierno. Nadie sabe quiénes serán los elegidos, y todos los habitantes bullen en adulación para los torturadores, intrigas y mala fe entre los torturados. El sector radical de los ángeles ha hecho pública su protesta a fin de que Dios, en Su Infinita Bondad, presione a los demonios. Porque no está bien que a la tortura de la infinitud se añada el castigo mediante la esperanza.


Hora sin tiempo

Por: Alvaro Menén Desleal


Un pasajero a otro:

Disculpe, caballero, mi reloj se ha parado. ¿Qué hora tiene usted?

Oh, lo siento; el mío se paró también.

Por casualidad...¿a las 8.l7?

Sí, a las 8.l7.

Entonces ocurrió, realmente.

Sí, a esa hora.



Bíblica

Por: Juan José Arreola


Levanto el sitio y abandono el campo... La cita es para hoy en la noche. Ven lavada y perfumada. Unge tus cabellos, ciñe tus más preciosas vestiduras, derrama en tu cuerpo la mirra y el incienso. Planté mi tienda de campaña en las afueras de Betulia. Allí te espero guarnecido de púrpura y de vino, con la mesa de manjares dispuesta, el lecho abierto y la cabeza prematuramente cortada.


Cuento de Horror

Por: Juan José Arreola


La mujer que amé se ha convertido en fantasma.
Yo soy el lugar de las apariciones.


De L'Osservatore

Por: Juan José Arreola


A principios de nuestra Era, las llaves de San Pedro se perdieron en los suburbios del Imperio Romano. Se suplica a la persona que las encuentre, tenga la bondad de devolverlas inmediatamente al Papa reinante, ya que desde hace más de quince siglos las puertas del Reino de los Cielos no han podido ser forzadas con ganzúas.


Post-operatorio

Por: Adolfo Bioy Casares


Fueran cuales fueran los resultados —declaró el enfermo, tres días después de la operación— la actual terapéutica me parece muy inferior a la de los brujos, que sanaban con encantamientos y con bailes.

El infierno

Por: Virgilio Piñera


Cuando somos niños, el infierno es nada más que el nombre del diablo puesto en la boca de nuestros padres. Después, esa noción se complica, y entonces nos revolcamos en el lecho, en las interminables noches de la adolescencia, tratando de apagar las llamas que nos queman —¡las llamas de la imaginación!—. Más tarde, cuando ya nos miramos en los espejos porque nuestras caras empiezan a parecerse a la del diablo, la noción del infierno se resuelve en un temor intelectual, de manera que para escapar a tanta angustia nos ponemos a describirlo. Ya en la vejez el infierno se encuentra tan a mano que lo aceptamos como un mal necesario y hasta dejamos ver nuestra ansiedad por sufrirlo. Más tarde aún (y ahora sí estamos en sus llamas), mientras nos quemamos, empezamos a entrever que acaso podríamos aclimatarnos. Pasados mil años, un diablo nos pregunta con cara de circunstancia si sufrimos todavía. Le contestamos que la parte de rutina es mucho mayor que la parte de sufrimiento. Por fin llega el día en que podríamos abandonar el infierno, pero enérgicamente rechazamos tal ofrecimiento, pues, ¿quién renuncia a una querida costumbre?


Retrato

Por: Adolfo Bioy Casares


Conozco a una muchacha generosa y valiente, siempre resuelta a sacrificarse, a perderlo todo, aún la vida, y luego a recapacitar, a recuperar parte de lo que dio con amplitud, a exaltar su ejemplo, a reprochar la flaqueza del próximo, a cobrar hasta el último centavo.




Fin de baile

Por: Miguel Ángel Hurtado


Acaban de bajar las luces del salón de baile. La banda comienza a tocar la última canción: una balada. Siempre odié la música lenta, pero ésta significa "te quiero", y hay poco más que decir.
Nunca unos ojos me habían mirado así. Nunca había sentido mi cuerpo vibrar a cada nota, ni mis ojos mirar más fijos a algo.

Estas notas que envenenan el aire me han henchido el pecho, hiriendo mi alma de muerte. Me noto temblar cuando nuestras manos se unen, y sus enormes ojos azules, se clavan como preciosas aristas de poliedros de amor en mi mente, en mi corazón, en mi recuerdo.
Mientras, suavemente, el cantante me demuestra que todo lo que ocurre es real, y por ello, estrecho mi lazo, atenazando mis brazos a su espalda, acercando su pecho al mío. Noto su respirar entrecortado en mi entrecortado respirar, y entre medias nuestros pechos, golpeados por nuestro revolucionado corazón. Sólo quiero que el pianista lea mi mente, y toque para siempre esta melodía, mientras hago de mis labios una extensión de sus labios. Cierro los ojos para soñar que este momento es una poesía en nuestros oídos o el sabor del azúcar glasé del dulce más lindo del mundo.
Cuando abro los ojos veo los suyos mirándome, pero tienen veinte años más. No existe el salón de baile, sólo queda en nuestro recuerdo. Y la canción suena en nuestras cabezas, recordándonos cada día cuánto nos queremos, y que lo que una vez fue sueño permanece siendo realidad.


La maldición de Newton

Por: Rubén Salgado


Isaac Newton, sentado bajo un manzano, meditaba sobre la fuerza que mueve a los astros cuando vio caer una manzana al suelo.

¡Estúpida leyenda de la manzana¡ No es por contradecir a Newton pero no creo que la gravedad sea una magnitud constante ni tan siquiera universal ni que todos los objetos sean atraídos por la tierra con la misma intensidad. No. Lo sé porque últimamente, yo mismo he experimentado un anormal incremento de G respecto a mi propia masa corporal. Estoy secuestrado por una fuerza atractiva que me inmoviliza y me aplana contra el suelo. Ignoro por qué la gravedad se haya fijado justamente en mí, pero mientras el resto de personas desplazan sus masas venciendo una atracción de 1G, yo, por el contrario, noto como esa atracción hacia mí crece y crece de uno a dos e incluso a 3G. Vivo, prisionero de mi peso, ralentizado por capricho de la gravedad. Lo verdaderamente preocupante es que la tendencia pueda invertirse y que la fuerza atractiva baje de 1G a 0G y de ahí a -1G, -2G... Volaría hasta que ingravidez y fuerza centrífuga de rotación terrestre me expulsaran de una patada al espacio. Tengo que evitarlo de algún modo.
- ¿Va a querer postre el señor?


Literatura

Por: Julio Torri


El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del Sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía gorjear los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores.

La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.



De las hermanas

Por: Eliseo Diego


Eran tres viejecitas dulcemente locas que vivían en una casita pintada de blanco, al extremo del pueblo. Tenían en la sala un largo tapiz, que no era un tapiz, sino sus fibras esenciales, como si dijésemos el esqueleto del tapiz. Y con sus pulcras tijeras plateadas cortaban de vez en cuando alguno de los hilos, o a lo mejor agregaban uno, rojo o blanco, según les pareciese. El señor Veranes, el médico del pueblo, las visitaba los viernes, tomaba una taza de café con ellas y les recetaba esta loción o la otra. “¿Qué hace mi vieja?” -preguntaba el doctísimo señor Veranes, sonriendo, cuando cualquiera de las tres se levantaba de pronto acercándose, pasito a pasito, al tapiz con las tijeras. “Ay —contestaba una de las otras— , qué ha de hacer, sino que le llegó la hora al pobre Obispo de Valencia”. Porque las tres viejitas tenían la ilusión de que ellas eran las Tres Parcas. Con lo que el doctor Veranes reía gustosamente de tanta inocencia.

Pero un viernes las viejecitas lo atendieron con solicitud extremada. El café era más oloroso que nunca, y para la cabeza le dieron un cojincito bordado. Parecían preocupadas, y no hablaban con la animación de costumbre. A las seis y media una de ellas hizo ademán de levantarse. “No puedo —suspiró recostándose de nuevo. Y, señalando a la mayor, agregó —:Tendrás que ser tú, Ana María.

Y la mayor, mirando tristemente al perplejo señor Veranes, fue suave a la tela, y con las pulcras tijeras cortó un hilo grueso, dorado, bonachón. La cabeza de Veranes cayó enseguida al pecho, como un peso muerto.

Después dijeron que las viejecitas, en su locura, habían envenenado el café. Pero se mudaron a otro pueblo antes que empezasen las sospechas y no hubo modo de encontrarlas.


Unión indestructible

Por: Virgilio Piñera


Nuestro amor va de mal en peor. Se nos escapa de las manos, de la boca, de los ojos, del corazón. Ya su pecho no se refugia en el mío y mis piernas no corren a su encuentro. Hemos caído en lo más terrible que pueda ocurrirle a dos amantes: nos devolvemos las caras. Ella se ha quitado mi cara y la ha tirado en la cama; yo me he sacado la suya y la encajo con violencia en el hueco dejado por la mía. Ya no velaremos más nuestro amor. Será bien triste coger cada uno por su lado.
Sin embargo, no me doy por vencido. Echo mano a un sencillo recurso. Acabo de comprar un tambor de pez. Ella, que ha adivinado mi intención, se desnuda en un abrir y cerrar de los ojos. Acto seguido se sumerge en el pegajoso líquido. Su cuerpo ondula en la negra densidad de la pez. Cuando calculo que la impregnación ha ganado los repliegues más recónditos de su cuerpo, le ordeno salir y acostarse en las lozas de mármol del jardín. A mi vez, me sumerjo en la pez salvadora. Un sol abrasador cae a plomo sobre nuestras cabezas. Me tiendo a su lado, nos fundimos en estrecho abrazo. Son las doce del día. Haciendo un cálculo conservador espero que a las tres de la tarde se haya consumado nuestra unión indestructible.


Nota para un cuento fantástico

Por: Jorge Luis Borges


En Wisconsin o en Texas o en Alabama los chicos juegan a la guerra y los dos bandos son el Norte y el Sur. Yo sé (todos lo sabemos) que la derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece, pero también sé imaginar que ese juego, que abarca más de un siglo y un continente, descubrirá algún día el arte divino de destejer el tiempo o, como dijo Poetr Damiano, de modificar el pasado. Si ello acontece, si en el decurso de los largos juegos el Sur humilla al Norte, el hoy gravitará sobre el ayer y los hombres de Lee serán vencedores en Gettysburg en los primeros días de julio de 1863 y la mano de Donne podrá dar fin a su poema sobre las transmigraciones de un alma y el viejo hidalgo Alonso Quijano conocerá el amor de Dulcinea y los ocho mil sajones de Hastings derrotarán a los normandos, como antes derrotaron a los noruegos, y Pitágoras no reconocerá en un pórtico de Argos el escudo que usó cuando era Euforbo.


Bajamar

Por: Juan Carlos Márquez


El niño está muy delgado, tan delgado que de lejos parece un signo de admiración. Corre desnudo hacia la orilla y hunde los pies en la arena mojada. Luego se queda mirando con los ojos muy abiertos la ola que crece y se acerca. Y sonríe. Es una sonrisa que chisporrotea, casi un sorbete de champán, una de esas sonrisas hechas de inocencia que se regeneran y refulgen como destellos sobre el mar. Una lengua de espuma lame sus dedos y el niño retrocede algunos pasos y se esconde tras las piernas de su madre. Ella se gira con la intención de ponerle la visera, pero el niño se cuela entre sus piernas y echa a correr de nuevo hacia la orilla. Busca sus huellas en la arena, hasta se agacha como un detective, pero no las encuentra. Entonces se vuelve hacia su madre y se encoge de hombros. Una señora mayor con un bebé sonrosado en brazos cruza por delante y el niño se la queda mirando. La señora hace carantoñas al bebé y le dice que tiene la misma naricita que su mamá. El niño se queda un momento pensativo, corre hacia su madre y le tira una y otra vez del bañador.
-Mamá, mamá ¿y yo a quién me parezco?
La madre no contesta. Lo aupa en brazos, lo aprieta contra su pecho y aprovecha para ponerle la visera.


A Circe

Por: Julio Torri


¡Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me hice amarrar al mástil cuando divisamos la isla de las sirenas, porque iba resuelto a perderme. En medio del mar silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de violetas errante por las aguas. ¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí.


El diente roto

Por: Pedro Emilio Coll


A los doce años, combatiendo Juan Peña con unos granujas, recibió un guijarro sobre un diente; la sangre corrió lavándole el sucio de la cara, y el diente se partió en forma de sierra. Desde ese día principió la edad de oro de Juan Peña.

Con la punta de la lengua, Juan tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada -sin pensar. Así de alborotador y pendenciero, tornóse en callado y tranquilo.

Los padres de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de la perversidades del chico, estaban ahora estupefactos y angustiados con la súbita transformación de Juan.

Juan no chistaba y permanecía horas enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá adentro, en la oscuridad de la boca cerrada, su lengua acariciaba el diente roto -sin pensar.

-El niño no está bien, Pablo -decía la madre al marido-; hay que llamar al médico.

Llegó el doctor grave y panzudo y procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente apetito, ningún síntoma de enfermedad.

-Señora -terminó por decir el sabio después de un largo examen-, la santidad de mi profesión me impone declarar a usted...

-¿Qué, señor doctor de mi alma? -interrumpió la angustiada madre.

-Que su hijo está mejor que una manzana. Lo que sí es indiscutible -continuó con voz misteriosa-, es que estamos en presencia de un caso fenomenal: su hijo de usted, mi estimable señora, sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo es un filósofo precoz, un genio tal vez.

En la oscuridad de la boca, Juan acariciaba su diente roto-sin pensar.

Parientes y amigos se hicieron eco de la opinión del doctor, acogida con júbilo indecible por los padres de Juan Pronto en el pueblo todo, se citó el caso admirable del “niño prodigio”, y su fama se aumentó como una bomba de papel hinchada de humo. Hasta el maestro de escuela, que lo había tenido por la más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión general, por aquello de que voz del pueblo es voz de cielo. Quien más, quien menos, cada cual traía a colación un ejemplo: Demóstenes comía arena, Shakespeare era un pilluelo desarrapado, Edison, etcétera.

Creció Juan Peña en medio de libros abiertos ante su ojos, pero que no leía, distraído por la tarea de su lengua ocupada en tocar la peña sierra del diente roto -sin pesar.

Y con su cuerpo crecía su reputación de hombre juicioso, sabio y “profundo”, y nadie se cansaba de alabar el talento maravilloso de Juan. En plena juventud, las más hermosas mujeres trataban de seducir y conquistar aquel espíritu superior, entregado a hondas meditaciones, para los demás, pero que en la oscuridad de su boca tentaba el diente roto -sin pensar.

Pasaron meses y años, y Juan Peña fué diputado, académico, ministro, y estaba a punto de ser coronado Presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua.

Y doblaron las campanas, y fué decretado un riguroso duelo nacional; un orador lloró en una fúnebre oración a nombre de la patria y cayeron rosas y lágrimas sobre la tumba del grande hombre que no había tenido tiempo de pensar.


La joven del abrigo largo

Por: Vicente Huidobro


Cruza todos los días la plaza en el mismo sentido.
Es hermosa. Ni alta ni baja, tal vez un poco gruesa. Grandes ojos, nariz regular, boca de fruta madura que azucara el aire y que no quiere caer de la rama.
Sin embargo, tiene un gesto amargado y siempre lleva un abrigo largo y suelto. Aunque haga un calor excepcional. Esa prenda no cae jamás de su cuerpo. Invierno y verano, más grueso o más delgado, siempre el sobretodo como escondiendo algo. ¿Es que ella es tímida? ¿Es que tiene vergüenza de tanta calle inútil?
¿Ese abrigo es la fortaleza de un secreto sentimiento de inferioridad? No sería raro. Por eso tiene un estilo arquitectónico que no sabría definir, pero que, seguramente, cualquier arquitecto conoce.
Tal vez tiene el talle muy alto o muy bajo, o no tiene cintura. Tal vez quiere ocultar un embarazo demasiado largo, de algunos años. O será para sentirse más sola o para que todas sus células puedan pensar mejor. Saborea un recuerdo adentro de ese claustro lejos del mundo.
Acaso quiere sólo ocultar que su padre cometió un crimen cuando ella tenía quince años.


Sacarme dieciocho mil

Por: Jose Manuel Moreno Pérez


Vienen a por mí. Me siguen. Quieren sus dieciocho mil y yo no los tengo. Se lo dije. Se lo he dicho mil veces. Los noto. Los percibo. Sudo. Corro. Me escondo. Salto de un agujero a otro. Maldigo por haber apostado. Maldigo por haber perdido. Maldigo por haber nacido. En la oscuridad observo las caras. Los rostros de este infernal barrio me miran, me señalan, dicen que debo dieciocho mil. Sudo y salto. Me oculto. Grito que no tengo nada. No puedo pagar. ¿No me creen? ¿Qué harán? Me matarán. Me torturarán pero no podrán sacar dieciocho mil. Sigo corriendo. Abro las puertas. Las cierro. Me oculto. Creo que me oculto. ¿Me romperán las piernas, la cara? Pero no los tengo. Ellos dicen que sí. No me creen. Piensan que miento. ¿Miento? Sigo corriendo. Los ojos que miran, las bocas que murmuran. No puedo confiar. Todos piensan que escondo dieciocho mil. Es una locura. ¿Cuántos habrá tras de mí? Jadeo. El cigarrillo tiembla en la mano. Miro, observo, escruto. Cruzo y corro. Oigo los ladridos. La jauría se acerca. No hay agujeros en este barrio. No lo suficientemente hondos. Escarbo. Gateo. Reviso mis bolsillos. Nada. No estoy loco. No tengo los dieciocho mil. Lo grito. ¡No los tengo! ¿Por qué estáis tan seguros? Soy la presa que tiembla y corre. Como toda la vida. Sin dinero, sin futuro. Estoy muerto. Siempre estuve muerto. Y esos hijos de puta quieren sacarle dieciocho mil a un muerto. ¿De dónde? ¿Cómo? No tengo nada. Nunca lo tuve. Jugué sin nada, aposté nada y gané... nada. Enjugo el sudor. La boca seca. Los veo. Ya están ahí. Ladran y husmean. Muestran los dientes. Preguntan.

Amenazan. Me achico. Empequeñezco. Me reduzco al mínimo. No respiro. Quieto. Quieto. Me encuentran. Me sacan. Grito. ¡No los tengo! No me creen. ¡No los tengo! Sonríen. No me creen. Dicen que los llevo encima, que soy un mentiroso. Están locos. No entiendo. Me señalan. Las corneas, el corazón, los riñones, el hígado. Dieciocho mil en el mercado ilegal de órganos. Tenían razón. Les mentía.


Morir

Por: Leonel Giacometto


Levanta el arma y me mira. Ahora, mi destino es más incierto. Debo hacerlo. Debe hacerlo. Él o cualquiera. Todos los objetos que observo a su alrededor son el arma con la cual me apunta. Él es mi asesino y el arma con la que me apunta es enormemente amenazante (con el tiempo pensaré lo contrario), increíblemente certera (veremos) y extrañamente atractiva (con el tiempo, también pensaré lo contrario). No me mira a los ojos, sino donde apunta. Tiemblo. Tiembla. Jadeo. Jadea. Siento el primer disparo, cierro automáticamente los ojos y me muerdo el labio inferior. Dolorosamente, sonrío. Después, sobre la sábana, la mítica sangre del fin de mi virginidad.


Estación Mestizaje

Por: Gonzalo Bartomeu


Subes y bajas. Te pierdes un poco. Tensión estética; orgullo en los contrastes. Muchas identidades juntas, muy marcadas. Olor a calle estrecha de geranios y camisetas tendidas. Sensualidad en los balcones y las aceras. Trapicheos de Babel. Te tomas unas cañas. Pinchitos, cocido, Kebabs, croquetas o un gazpacho. El Económico, el Automático, La Peluquería, el Chapata, el Barbieri, las terrazas de Ave María y Argumosa. Cruzas por Fe y apareces en su plaza: guitarras, un radiocassete con salsa, tambores, pies negros, manifestación, movida; pocos policías. Los ritmos y las caras se confunden en el metro -estación mestizaje-. El pan a última hora en el chino. La carne en la carnicería. Algún artista, unos guiris-neo-algo, niños jugando sin juguetes. Los abuelos y el rockero. Los místicos bien. La que te lee la mano. La vieja eterna de los collares a "veinte duritos". Ningún mendigo -aquí solo hay clases en la UNED-. Te paras y te preguntas: ¿de dónde ha salido esta gente tan distinta? Me atrae. algo extraño pasa aquí y no sé bien qué es. ¿Lo sabes tú?


Tuesday, April 19, 2005

Palimpsesto

Por: Rubén Darío


Cuando Longinos salió huyendo con la lanza en la mano, después de haber herido el costado de Nuestro Señor Jesús, era la triste hora del Calvario, la hora en que empezaba la sagrada agonía.
Sobre el árido monte las tres cruces proyectaban su sombra. La muchedumbre que había concurrido a presenciar el sacrificio iba camino de la ciudad. Cristo, sublime y solitario, martirizado lirio de divino amor, estaba pálido y sangriento en su madero.
Cerca de los pies atravesados, Magdalena, desmelenada y amante, se apretaba la cabeza con las manos. María daba su gemido maternal. Stabat mater dolorosa!
Después, la tarde fugitiva anunciaba la llegada del negro carro de la noche. Jesús temblaba en la luz al suave soplo crepuscular.
La carrera de Longinos era rápida, y en la punta de la lanza que llevaba en su diestra brillaba algo como la sangre luminosa de un astro.
El ciego había recobrado el goce del sol.
El agua santa de la santa herida había lavado en esta alma toda la tiniebla que impedía el triunfo de la luz.
A la puerta de la casa del que había sido ciego, un grande arcángel estaba con las alas abiertas y los brazos en alto.
¡Oh, Longinos, Longinos! Tu lanza desde aquel día será un inmenso bien humano. El alma que ella hiera sufrirá el celeste contagio de la fe.
Por ella oirá el trueno Saulo y será casto Parcifal.
En la misma hora en que en Haceldama se ahorcó Judas, floreció idealmente la lanza de Longinos.
Ambas figuras han quedado eternas a los ojos de los hombres.
¿Quién preferirá la cuerda del traidor al arma de la gracia?


Precocidad y genio

Por: René Avilés Fabila


Mozart revolucionó la música antes de los treinta años, Schubert necesitó otros tantos para dejar una huella indeleble, Radriguet a los veinte había escrito El diablo en el cuerpo, Rimbaud a los diecinueve, y con una obra perfecta detrás (Las iluminaciones, Una temporada en el infierno...), renuncia para siempre a la literatura, Napoleón Bonaparte era Primer Cónsul a los treinta, Bolívar entró en Caracas para ser proclamado Libertador a esa misma edad, a los treintaiséis Modigliani se suicidó, a los treintaidós Ernesto Che Guevara hablaba por la Revolución Cubana y Alejandro Magno falleció a los treintaitrés luego de haber conquistado el mundo de su época. En cambio, don Luis de Longoria y Silva requirió de más de setenta años (quince de estudios y treintaicinco de burocracia) para realizar su obra: al morir dejó siete hijos (tres vendedores y cuatro amas de casa), once nietos, un departamento y una casita de campo. En vida nunca reparó en que su única aportación a la humanidad fue la de aumentar su número.

El chico puta

Por: Michael Gira


Estoy esperando que alguien me cabalgue. Estoy a cuatro patas. Mi culo desnudo se eleva en el aire en una habitacion llena de hombres vestidos. Sus zapatos de ejecutivo estan abrillantados y puedo ver el reflejo de mi rostro distorsionado cuando me doblo para lamer. Me he puesto en esta situacion porque disfruto del poder que adquiero a traves de la auto-denigracion. Una vez estos hombres piensen que no soy mas que carne, la ventaja estara de mi lado. Drenan su esperma dentro de mi culo uno por uno. Disfruto del dolor que extraigo del placer que experimentan al hacerme daño. Una vez han terminado conmigo, me escupen, me visten y me echan por la puerta. De regreso a casa en un taxi, me empapo del olor de mi agujero del culo y de mi sudor.

Disfruto de los pensamientos del taxista oliendolos tambien. Ya arriba en mi apartamento, me acuclillo sobre mi sarten y libero su esperma y mi mierda. La dejo cocer a fuego lento sobre el fogon, mezclandola con vino. Mientras como, recreo la escena una y otra vez en mi mente, ingiriendo a cada hombre, uno por uno.

El armario

Por: Pablo de la Rúa


Aquel armario llegó a mi casa un día de febrero. Estaba superando uno de los peores costipados de mi vida. Un tipo, con una gorra de tela, y una camisa de manga corta llamó a la puerta. Dejó el armario en un rincón de su habitación y se acercó hasta el lugar dónde estaba mi madre. Le pidió que firmara y se marchó. Mi madre me indicó con el dedo que me quedara en el salón, terminando el desayuno. Ella se perdió por el pasillo y se encerró en su habitación.

Desde ese momento aquel armario, estrecho y alto que parecía que se escapaba por el techo se convirtió en un enigma. Recuerdo que algunas tardes pasaba delante de él, me sentaba en el borde de la cama y lo miraba, como el que mira a un enfermo en un hospital, lo miraba de arriba a abajo, examinando las figuras alargadas, casi oníricas, pintadas con un marrón más oscuro, imaginando el mundo de mi madre dentro de aquel armario, construyendo la vida de una madre que no conocía. Unas tardes imaginaba que en la estantería superior escondía patas de insectos, en una cajita, que reocogía por las noches, cuando yo me dormía. Otras tardes imaginaba que de las perchas colgaban los trajes de mi abuela difunta, o las medias que utilizaba en las citas que yo le acordaba con un misterioso príncipe azul. Aquel armario amplió su existencia. Por los menos para mí. Y nunca lo abrí, temiendo que si lo hacía perdería aquella vida de mi madre, que tanto me gustaba.


Todos los abogados van al Cielo

Por: Ricard Ibáñez


Don Guido era abogado. Es una frase sencilla ¿verdad? Un sujeto (Don Guido) un verbo (era) y un complemento directo (abogado). Es curioso, y no deja de apasionar a los filólogos, como frases como ésta, tan aparentemente sencillas, esconden tantos y tan dispares significados.

Para su mujer, don Guido era el hombre con el que se casó por dinero y conveniencia, el hombre que la maltrató psicológicamente haciéndola sentir una inútil, el hombre que la forzó, una buena tarde, a abrirse las venas con una navaja de afeitar. Ni para eso sirves, fue lo que le susurró al oído su marido, cuando despertó en el hospital. Luego le arreglaron las cosas para que, ante lo que sin duda era un caso grave de depresión nerviosa con intentos de autoagresión, se le sometiera a una sesión de electroshock. Tras un mes de terapia (a razón de cuatro por semana) la mujer de don Guido ya no pensaba en suicidarse, ni en lo infeliz que era. A decir verdad, es dudoso que pensara en algo. Evidentemente, hubo que ingresarla, en una de las mejores clínicas, y aunque el mucho quehacer de su marido y sus jóvenes amantes le impedían visitarla, cada semana le enviaba flores. De hecho, se las enviaba la floristería con la que don Guido había llegado a ese acuerdo.

Para los hombres que estafó, que fueron a la cárcel, o simplemente que recibieron sentencias injustas gracias a sus artimañas y trapicheos, lo que don Guido era sería censurado por cualquier editor. Lo cual nunca lo he entendido, pues alguno de los epítetos que le dedicaban eran muy… gráficos. Si, muy expresivos.

Para sus clientes, para los hombres ricos que hizo más ricos aún, retorciendo la ley a su favor, falseando pruebas, ridiculizando a testigos, amenazándoles o simplemente rechazando su testimonio por tecnicismos legales, don Guido era una herramienta útil. Un arma bien engrasada, un perro bien adiestrado. Alguien en quien se podía confiar mientras se le pudieran pagar sus altísimos honorarios.

Para sus amigos, don Guido no era nada, por la sencilla razón de que nunca tuvo amigos. Aduladores, amantes, empleados más o menos serviciales, todo eso sí. Pero amigos… Amigos ninguno.

Y para la Iglesia… para la Iglesia don Guido era un alma pura, por la sencilla razón que, cuando le vio venir los huesos a la muerte, se apresuró a pagar al obispado la bula de absolución general, de todos y cada uno de sus pecados.

Así que don Guido, que hemos dicho que “era” abogado porque está muerto, subió al Cielo. Y como tenía la absolución papal completa se le debieron ciertos privilegios, pues así lo manda el protocolo: entró por la puerta grande, sin hacer cola de las almas humildes que han de pasar por la normal, estrecha como el ojo de una aguja. Pisó la alfombra (azul, por supuesto) que desplegaron exclusivamente para él. Y lo recibió Dios en persona, que era como él había imaginado, pues así tenía que ser: un anciano de aspecto robusto, colérico y venerable, que en este momento se levantaba del trono para estrecharle la mano y darle la bienvenida.

Don Guido le tomó la mano, se la retorció, lo hizo tambalearse, lo atrajo hacia sí y le arreó un soberano rodillazo en las partes pudendas. Y todo ello sin dejar de sonreír, mientras pensaba que las clases de defensa personal que había tomado en vida habían valido la pena, después de todo.

Tronó el Cielo, palidecieron los arcángeles ante tal blasfemia, se hundió el suelo bajo don Guido, que cayó a velocidad meteórica hacia la tierra, envuelto en llamas, chocando contra la corteza terrestre y hundiéndose más aún, a una temperatura tal que su cuerpo, de haberlo tenido, se habría disuelto, a una temperatura tal que su alma, que eso es lo que era ahora, se ennegreció como el carbón, ella que había quedado impoluta después de la bula con tan buenos dineros comprada…

Y finalmente dejó de caer. Retembló el Infierno cuando chocó contra el fondo del foso de los rebeldes, y hubo gran revuelo entre demonios y condenados, pues desde los tiempos de la sangrienta revolución no había caído nadie por allí, con el pecado de haber cometido rebeldía directa contra el Supremo Hacedor.

Don Guido se alzó, y no le extrañó ver que a su alma oscura le habían salido cuernos y rabo. Caminó erguido entre seres de pesadilla, que se apartaban a su paso con reverencia. Alguien desplegó ante él una alfombrilla (roja, por supuesto) que pisó con sus nuevas pezuñas.

Hasta que alguien le cerró el paso.

Era un ser gigantesco, de cuernos descomunales, alma más negra que la suya. No sonreía. Y no le tendió la mano.

Don Guido era abogado, y uno bueno, y eso quiere decir no tener escrúpulos, pero también quiere decir no ser idiota. Así que hincó una rodilla en la tierra, agachó la cabeza y presentó sumisión.

Lucifer sonrió, y dijo:

-Levántate, Guido. Hace tiempo que te esperaba, pero ni yo imaginé que entrarías así. Creo que te gustará este sitio. Está hecho para gentes como tú.

Y Guido sonrió de satisfacción, pues era cierto. Por fin tendría, si no amigos, sí quien le comprendería. Espíritus afines. Mentes como la suya.

Pues Guido había llegado a su Cielo.


Monday, April 18, 2005

El insomnio

Por: Virgilio Piñera


El hombre se acuesta temprano. No puede conciliar el sueño. Da vueltas, como es lógico, en la cama. Se enreda entre las sábanas. Enciende un cigarrillo. Lee un poco. Vuelve a apagar la luz. Pero no puede dormir. A las tres de la madrugada se levanta. Despierta al amigo de al lado y le confía que no puede dormir. Le pide consejo. El amigo le aconseja que haga un pequeño paseo a fin de cansarse un poco. Que enseguida tome una taza de tilo y que apague la luz. Hace todo esto pero no logra dormir. Se vuelve a levantar. Esta vez acude al médico. Como siempre sucede, el médico habla mucho pero el hombre no se duerme. A las seis de la mañana carga un revólver y se levanta la tapa de los sesos. El hombre está muerto pero no ha podido quedarse dormido. El insomnio es una cosa muy persistente.


La trama

Por: Jorge Luis Borges


Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de una estatua por los impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Junio Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: ¡Tú también, hijo mío! Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.

Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): Pero, che! Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena.


La Araucaria

Por: Juan Carlos Onetti


El padre Larsen bajó de la mula cuando esta se negó a trepar por la calle empinada del villorrio. Vestía una sotana que había sido negra y ahora se inclinaba decidida a un verde botella, hijo de los años y de la indiferencia. Continuó a pie, deteniéndose cada media cuadra para respirar con la boca entreabierta y diciéndose que debía dejar de fumar. Con la pequeña maleta negra que contenía lo necesario para salvar las almas que estaban a punto de apartarse del cuerpo y huir del sufrimiento y la inmediata podredumbre. No lo precedía un monaguillo con una campanilla, nadie agitaba una vinagrera, nadie rezaba, salvo él durante cada descanso.

La pequeña casa pintada de un sucio blanco estaba emparedada por otras dos, casi iguales y las tres se abrían al camino de tierra dura por puertas hostiles y estrechas.

Le abrió un hombre de años indiscernibles, con alpargatas y bombachones blancos. Se persignó y dijo:

-Por aquí, padre.

Larsen sintió la frescura de la pieza encalada y casi olvidó el sol agresivo de las calles mal hechas.

Ahora estaba en una habitación pobre de muebles en una cama matrimonial una mujer se retorcía y variaba del llanto a la risa desafiante. Después llegaron palabras, frases incomprensibles que atravesaban el silencio, la momentánea quietud del sol, buscando llegar a las sombras que se habían aproximado.

Un silencio, un mal olor persistente, y de pronto la mujer agonizante trató de levantar la cabeza; lloraba y reía. Se aquietó y dijo:

-Quiero saber si usted es cura.

Larsen paseo las manos por la sotana, para mostrarla, para saber él mismo que seguía enfundado en ella, Mostró al aire -porque ella tenía muy abiertos los ojos y sólo miraba la pared blanca opuesta a su muerte mostró estampas de bruscos colores desleídos, medallas pequeñas de plomo, achatadas por los años, serenas algunas, trágicas otras con desnudos corazones asomando exagerados en pechos abiertos.

Y de pronto la mujer gritó el principio de la confesión salvadora. El padre Larsen la recuerda así:

-Con mi hermano desde mis trece años, él era mayor, jodíamos toda la tarde de primavera y verano al lado de la acequia debajo de la araucaria y sólo Dios sabe quién empezó o si nos vino la inspiración en conjunto. Y jodíamos y jodíamos porque, aunque tenga cara de santo, termina y vuelve y no se cansa nunca y dígame qué más quería yo.

El hermano se apartó de la pared, dijo no con la cabeza y adelantó una mano hacia la boca de su hermana, pero el cura lo detuvo y susurró:

-Déjala mentir, deja que se alivie. Dios escucha y juzga.

Aquellas palabras habían agregado muy poco a su colección. Tenía ya varios incestos, inevitables en el poblacho despojado de hombres que se llevó la guerra o la miseria; pero tal vez ninguno tan tenaz y reiterado, casi matrimonial. Quería saber más y murmuró convincente: "es la vida, el mundo, la carne, hija mía".

Ahora ella volvía a dilatar los ojos perdiéndose en la pausa protectora de la pared encalada. Volvió a reír y a llorar sin lágrimas como si llanto y risa fueran sonidos de palabras y graves confidencias. Larsen supo que no estaba moribunda ni se burlaba. Estaba loca y el hermano, si era el hermano, vigilaba su locura con una rígida cara de madera.

Equivocándose, ordenó padrenuestros y avemarías y, como en el pasado, vaciló con el viejo asco mientras se inclinaba para bendecir la cabeza de pelo húmedo y entreverado; no pudo ni quiso besarle la frente.

Oyó mientras salía guiado por el impasible hermano:

-Cuando otra vez me vaya a morir, lo llamo y le cuento lo del caballo y la sillita de ordeñar. Él me ayudó, pero nada.

En la calle, bajo la blancura empecinada del sol, la mula restregaba el hocico en las piedras buscando, en vano, mordiscar.

Al regreso, de retorno al corral, la bestia trotó dócil y apresurada mientras el padre Larsen, sin abrir el quitasol rojo, hacía balance de lo obtenido y aguardaba, esperanzado, a que llegara la segunda agonía de la mujer.

El padre Larsen buscó sin encontrar ninguna araucaria.

Espantos de agosto

Por: Gabriel García Márquez


Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacencista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campina toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar.
- Menos mal - dijo ella - porque en esa casa espantan.
Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos del medio día, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente.
Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo.
- El más grande - sentenció - fue Ludovico.
Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.
El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.
Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el último leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito del dormitorio.
Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.
Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.
Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el mas apacible de los inocentes. «Qué tontería - me dije -, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos». Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero triste que nos miraba desde tres siglos antes en el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.


La salvación

Por: Adolfo Bioy Casares


Ésta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. El escultor paseaba con el tirano por los jardines del palacio. Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente. Mientras abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo, el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra amenazadora. Comprendió la causa. "¿Cómo un ser tan ínfimo" - sin duda estaba pensando el tirano - "es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?".

Entonces un pájaro, que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor discurrió la idea que lo salvaría. "Por humildes que sean" - dijo indicando el pájaro - "hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros".


Las ruinas circulares

Por: Jorge Luis Borges


Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilace­raban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la Ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hom­bres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles ince­santes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobre­natural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera pre­guntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de sub­venir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consi­deraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.

A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasi­vidad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una con­tradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de bueno afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexis­tían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tribu­tarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la, brusca eliminación de los con­discípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa no­che y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra é1. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó en­tre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el cole­gio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.

Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alu­cinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un tre­cho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese perío­do, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas licitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediata­mente, soñó con un corazón que latía.

Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño ce­rrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lú­cidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corre­girlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y em­prendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemen­tal como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruir­la.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágica­mente animarla al fantasma soñado, de suerte que todas las cria­turas excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hom­bre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.

El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que final­mente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Intimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido. .. En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.

Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, fla­meaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos aná­logos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (Para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.

Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los cre­púsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren compu­tar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a me­dianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación in­comparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felici­dad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.

El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al. cabo de una larga sequía) una re­mota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo aconte­cido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus tra­bajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combus­tión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.


El hombre que aprendió a ladrar

Por: Mario Benedetti


Lo cierto es que fueron años de arduo y pragmático aprendizaje, con lapsos de desaliento en los que estuvo a punto de desistir. Pero al fin triunfó la perseverancia y Raimundo aprendió a ladrar. No a imitar ladridos, como suelen hacer algunos chistosos o que se creen tales, sino verdaderamente a ladrar. ¿Qué lo había impulsado a ese adiestramiento? Ante sus amigos se autoflagelaba con humor: "La verdad es que ladro por no llorar." Sin embargo, la razón más valedera era su amor casi franciscano hacia sus hermanos perros. Amor es comunicación. ¿Cómo amar entonces sin comunicarse?
Para Raimundo representó un día de gloria cuando su ladrido fue por fin comprendido por Leo su hermano perro, y (algo más extraordinario aún) él comprendió el ladrido de Leo. A partir de ese día Raimundo y Leo se tendían, por lo general en los atardeceres, bajo la glorieta, y dialogaban sobre temas generales. A pesar de su amor por los hermanos perros, Raimundo nunca había imaginado que Leo tuviera una tan sagaz visión del mundo.
Por fin, una tarde se animó a preguntarle, en varios sobrios ladridos: "Dime, Leo, con toda franqueza: ¿qué opinas de mi forma de ladrar?" La respuesta de Leo fue escueta y sincera: "Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando ladras, todavía se te nota el acento humano."

El faro

Por: Juan José Arreola


Lo que hace Genaro es horrible. Se sirve de armas imprevistas. Nuestra situación se vuelve asquerosa.
Ayer, en la mesa, nos contó una historia de cornudo. Era en realidad graciosa, pero como si Amelia y yo pudiéramos reírnos, Genaro la estropeó con sus grandes carcajadas falsas. Decía: "¿Es que hay algo más chistoso?" Y se pasaba la mano por la frente, encogiendo los dedos, como buscándose algo. Volvía a reír: "¿Cómo se sentirá llevar cuernos?" No tomaba en cuenta para nada nuestra confusión.
Amelia estaba desesperada. Yo tenía ganas de insultar a Genaro, de decirle toda la verdad a gritos, de salirme corriendo y no volver nunca. Pero como siempre, algo me detenía. Amelia tal vez, aniquilada en la situación intolerable.
Hace ya algún tiempo que la actitud de Genaro nos sorprendía. Se iba volviendo cada vez más tonto. Aceptaba explicaciones increíbles, daba lugar y tiempo para nuestras más descabelladas entrevistas. Hizo diez veces la comedia del viaje, pero siempre volvió el día previsto. Nos absteníamos inútilmente en su ausencia. De regreso, traía pequeños regalos y nos estrechaba de modo inmoral, besándonos casi en el cuello, teniéndonos excesivamente contra su pecho. Amelia llegó a desfallecer de repugnancia entre semejantes abrazos.
Al principio hacíamos las cosas con temor, creyendo correr un gran riesgo. La impresión de que Genaro iba a descubrirnos en cualquier momento, teñía nuestro amor de miedo y de vergüenza. La cosa era clara y limpia en este sentido. El drama flotaba realmente sobre nosotros, dando dignidad a la culpa. Genaro lo ha echado a perder. Ahora estamos envueltos en algo turbio, denso y pesado. Nos amamos con desgana, hastiados, como esposos. Hemos adquirido poco a poco la costumbre insípida de tolerar a Genaro. Su presencia es insoportable porque no nos estorba; más bien facilita la rutina y provoca el cansancio.
A veces, el mensajero que nos trae las provisiones dice que la supresión de este faro es un hecho. Nos alegramos Amelia y yo, en secreto. Genaro se aflige y visiblemente: "¿A dónde iremos?", nos dice, "¡Somos aquí tan felices!" Suspira. Luego, buscando mis ojos: "Tú vendrás con nosotros, a dondequiera que vayamos." Y se queda mirando el mar con melancolía.


La historia que pudo ser

Por: Eduardo Galeano


Cristóbal Colón no consiguió descubrir América, porque no tenía visa y ni siquiera tenía pasaporte.
A Pedro Alvares Cabral le prohibieron desembarcar en Brasil, porque podía contagiar la viruela, el sarampión, la gripe y otras pestes desconocidas en el país.
Hernán Cortés y Francisco Pizarro se quedaron con las ganas de conquistar México y Perú, porque carecían de permiso de trabajo.
Pedro de Alvarado rebotó en Guatemala y Pedro de Valdivia no pudo entrar en Chile, porque no llevaban certificados policiales de buena conducta.
Los peregrinos del Mayflower fueron devueltos a la mar, porque en las costas de Massachusetts no había cuotas abiertas de inmigración.


Persecuta

Por: Mario Benedetti


Como en tantas y tantas de sus pesadillas, empezó a huir despavorido. Las botas de sus perseguidores sonaban y resonaban sobre las hojas secas. Las omnipotentes zancadas se acercaban a un ritmo enloquecido y enloquecedor.
Hasta no hace mucho, siempre que entraba en una pesadilla, su salvación había consistido en despertar, pero a esta altura los perseguidores habían aprendido esa estratagema y ya no se dejaban sorprender.
Sin embargo esta vez volvió a sorprenderlos. Precisamente en el instante en que los sabuesos creyeron que iba a despertar, él, sencillamente, soñó que se dormía.


El vuelo de los años

Por: Eduardo Galeano


Cuando llega el otoño, millones y millones de mariposas inician su largo viaje hacia el sur, desde las tierras frías de la América del Norte.
Un río fluye, entonces, a lo largo del cielo: el suave oleaje, olas de alas, va dejando, a su paso, un esplendor de color naranja en las alturas. Las mariposas vuelan sobre montañas y praderas y playas y ciudades y desiertos.
Pesan poco más que el aire. Durante los cuatro mil quilómetros de travesía, unas cuantas caen volteadas por el cansancio, los vientos o las lluvias; pero las muchas que resisten aterrizan, por fin, en los bosques del centro de México.
Allí descubren ese reino jamás visto, que desde lejos las llamaba.
Para volar han nacido: para volar este vuelo. Después, regresan a casa. Y allá en el norte, mueren.
Al año siguiente, cuando llega el otoño, millones y millones de mariposas inician su largo viaje…


Su amor no era sencillo

Por: Mario Benedetti


Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella, agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales.


Fábula

Por: Braulio Arenas


Un pastor se encuentra con un lobo.
¡Qué hermosa dentadura tiene usted, señor lobo!— le dice.
¡Oh!— responde el lobo —mi dentadura no vale gran cosa, pues es una dentadura postiza.
Confesión por confesión, entonces— dice el pastor—; si su dentadura es postiza, yo puedo confesarle que no soy pastor: soy oveja.


La bondad

Por: Braulio Arenas


El mendigo ciego:
¡Una limosnita, por amor de Dios!
Pero no es ciego porque ahora ha abierto un ojo.
La señora —enfurecida porque el ciego ve— no le da limosna.
Pero, señora, cálmese usted— responde el limosnero— ¿no es mucho mejor que haya pretendido engañarla que ser ciego verdaderamente?


Eso

Por: Mario Benedetti


Al preso lo interrogaban tres veces por semana para averiguar «quien le había enseñado eso». Él siempre respondía con un digno silencio y entonces el teniente de turno arrimaba a sus testículos la horrenda picana.
Un día el preso tuvo la súbita inspiración de contestar: «Marx. Sí, ahora lo recuerdo, fue Marx.» El teniente asombrado pero alerta, atinó a preguntar: «Ajá. Y a ese Marx ¿quién se lo enseñó?» El preso, ya en disposición de hacer concesiones agregó: «No estoy seguro, pero creo que fue Hegel.»
El teniente sonrió, satisfecho, y el preso, tal vez por deformación profesional, alcanzó a pensar: «Ojalá que el viejo no se haya movido de Alemania.»


Los emigrantes, ahora

Por: Eduardo Galeano


Desde siempre, las mariposas y las golondrinas y los flamencos vuelan huyendo del frío, año tras año, y nadan las ballenas en busca de otra mar y los salmones y las truchas en busca de sus ríos. Ellos viajan miles de leguas, por los libres caminos del aire y del agua.
No son libres, en cambio, los caminos del éxodo humano.
En inmensas caravanas, marchan los fugitivos de la vida imposible.
Viajan desde el sur hacia el norte y desde el sol naciente hacia el poniente.
Les han robado su lugar en el mundo. Han sido despojados de sus trabajos y sus tierras. Muchos huyen de las guerras, pero muchos más huyen de los salarios exterminados y de los suelos arrasados.
Los náufragos de la globalización peregrinan inventando caminos, queriendo casa, golpeando puertas: las puertas que se abren, mágicamente, al paso del dinero, se cierran en sus narices. Algunos consiguen colarse. Otros son cadáveres que la mar entrega a las orillas prohibidas, o cuerpos sin nombre que yacen bajo tierra en el otro mundo adonde querían llegar.
Sebastião Salgado los ha fotografiado, en cuarenta países, durante varios años. De su largo trabajo, quedan trescientas imágenes. Y las trescientas imágenes de esta inmensa desventura humana caben, todas, en un segundo. Suma solamente un segundo toda la luz que ha entrado en la cámara, a lo largo de tantas fotografías: apenas una guiñada en los ojos del sol, no más que un instantito en la memoria del tiempo.


Secreto Absoluto

Por: Oscar Acosta


Cuando su hermano le preguntó al Faraón Tanephtis qué buscaba en esa noche de luna veinte esclavos negros, éste le contestó que cavaban buscando su propia muerte. Agregó que le había ayudado a transportar a un lugar desconocido el cuerpo de su bella y dulce esposa Zuleica, su mayor tesoro, y no quería que nadie en el mundo supiera el sitio en donde sus restos esperaban la eternidad. Los esclavos fueron envenenados con vino cuando celebraron el final de la obra cuyo uso posterior ignoraban. Fueron enterrados veintiún hombres y el apesarado y real esposo regresó a su fastuoso Palacio.


El puerto

Por: Eduardo Galeano


La abuela Raquel estaba ciega cuando murió. Pero tiempo después, en el sueño de Helena, la abuela veía.

En el sueño, la abuela no tenía un montón de años, ni era un puñado de cansados huesitos: ella era nueva, era una niña de cuatro años que estaba culminando la travesía de la mar desde la remota Besarabia, una emigrante entre muchos emigrantes. En la cubierta del barco, la abuela pedía a Helena que la alzara, porque el barco estaba llegando y ella quería ver el puerto de Buenos Aires.

Y así, en el sueño, alzada en brazos de su nieta, la abuela ciega veía el puerto del país desconocido donde iba a vivir toda su vida.


El presentimiento

Por: Juan Pedro Aparicio


La familia rodeaba al moribundo.
El moribundo habló con lentitud:

Siempre creí que yo no viviría mucho.

Los niños clavaban en él sus conmovidos ojos.
El moribundo continuó tras un suspiro:

Siempre tuve el presentimiento de que me iba a morir muy pronto.

El reloj del comedor tocó la media y el moribundo tragó saliva.

Luego, a medida que he ido viviendo, llegué a creer que mi presentimiento era falso.

El moribundo concluyó juntando las manos:

Ahora, ya veis: con 86 años bien cumplidos comprendo que ese presentimiento ha sido la mayor verdad de mi vida.


Sunday, April 17, 2005

La orilla

Por: Eduardo Galeano


No se animaban a meterse. Con los ojos clavados en las olas, todos parados como soldados en fila, se medían el miedo y se atrevían, a lo sumo, a mojarse los pies.
Eran niños venidos de tierra adentro, de muy adentro, que no habían estado nunca en la playa de Piriópolis, ni en ninguna playa, y que nunca habían visto la mar. Y uno de aquellos niños que estaba descubriendo la mar y que no tenía ojos para ver lo que estaba viendo, comentó:
-¡Un río de una sola orilla!


La Luna

Por: Eduardo Galeano


La luna nueva, luna verde, no quiere siembras. La luna creciente, luna azul, embaraza la tierra.
La luna llena, luna blanca, alborota a los lunáticos, a los alunados, a las mujeres y a la mar.
La luna amarilla viene con tormenta.
La luna roja trae guerra y peste.
Cuando hay luna negra, luna ninguna, el cielo está mudo y el mundo bosteza.
Catalina Alvarez Insúa, que está dando sus primeros pasos en el mundo, alza los brazos al cielo y llama: -¡Luna, ven!


La tortura

Por: Eduardo Galeano


La palabra mártir viene del griego, y significa: el que da testimonio. En los años de la dictadura militar brasileña, fray Tito dio testimonio de indignación entre los indignos, y fue por ellos encarcelado y atormentado una vez y dos y muchas veces.
Después, marchó al exilio.
Se fue, pero se quedó. Estaba libre en Francia, pero seguía preso en Brasil. Nada sabían de geografía los sacerdotes y los amigos que le decían y repetían que el país de sus verdugos quedaba lejos, al otro lado del océano. El era el país donde sus verdugos vivían.
Durante más de tres años, no le dieron tregua. En los conventos de París y de Lyon y en los campos del sur de Francia, sus verdugos le pegaban patadas en el vientre y culatazos en la cabeza, le apagaban cigarrillos en el cuerpo desnudo, le metían picana eléctrica en los oídos y en la boca.
Y no se callaban nunca. Fray Tito había perdido el silencio. En vano deambulaba buscando algún lugar, algún rincón del templo o de la tierra, donde no resonaran los truenos de esas voces atroces que no lo dejaban dormir, ni lo dejaban rezar las oraciones que antes habían sido su imán de Dios.
Una noche, escribió: Es mejor morir que perder la vida. Lo encontraron colgado de la copa de un álamo.


El sol

Por: Eduardo Galeano


En algún lugar de Pennsylvania, Anne Mirak trabaja como ayudante del sol. Ella está en el oficio desde que tiene memoria. Al fin de cada noche, Anne alza sus brazos y empuja al sol, para que irrumpa en el cielo; y al fin de cada día, bajando los brazos, acuesta al sol en el horizonte.
Era muy chiquita cuando empezó esta tarea y jamás ha faltado a su trabajo, porque ella sabe que el sol la necesita.
Hace medio siglo, la declararon loca. Desde entonces, Anne ha pasado por varios manicomios, ha sido tratado por diversos psiquiatras y ha engullido muchísimos psicofármacos. Nunca consiguieron curarla. Menos mal.


Anhelo

Por: Aymer Waldir Zuluaga Miranda


Con dulce voz, la hada dijo: “pide un deseo, sopla las velas y cierra los ojos para cumplirlo”. Cerró los ojos, sopló las velas, pidió el deseo y no había hada, después de abrirlos.


Sala de espera

Por: Enrique Anderson Imbert


Costa y Wright roban una casa. Costa asesina a Wright y se queda con la valija llena de joyas y dinero. Va a la estación para escaparse en el primer tren. En la sala de espera una señora se le sienta a la izquierda y le da conversación. Fastidiado, Costa finge con un bostezo que tiene sueño y que se dispone a dormir, pero oye que la señora, como si no se hubiera dado cuenta, sigue conversando. Abre entonces los ojos y ve, sentado, a la derecha, el fantasma de Wright. La señora atraviesa a Costa de lado a lado con su mirada y dirige su charla al fantasma, quien contesta con gestos de simpatía. Cuando llega el tren Costa quiere levantarse, pero no puede. Está paralizado, mudo; y observa atónito cómo el fantasma agarra tranquilamente la valija y se aleja con la señora hacia el andén, ahora hablando y riéndose. Suben y el tren parte. Costa los sigue con la vista. Viene un peón y se pone a limpiar la sala de espera, que ha quedado completamente desierta. Pasa la aspiradora por el asiento donde está Costa, invisible.


El eclipse

Por: Augusto Monterroso


Cuando Fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlos. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en el una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles.
Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo mas íntimo, valerse de ese conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.


Borrón y cuenta nueva

Por: Aymer Waldir Zuluaga Miranda


Con la tiza delimitaba lentamente el contorno de la figura y enseguida recordó cuando antaño, su firme mano lo guiaba por el tablero aceituna. Evocó las lecciones de ancho y largo, de volumen y magnitud impartidas en la vetusta escuela por el estupendo profesor. Borró entonces los límites trazados y dibujó un amplio círculo, que comprendía al cadáver en su plena dimensión.


Los dos reyes y los dos laberintos

Por: Jorge Luis Borges


Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "¡Oh, rey del tiempo y sustancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te venden el paso.".

Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con Aquel que no muere.



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